jueves, 23 de septiembre de 2010

La importancia histórica del grupo EPA va más allá de la Universidad de San Carlos

Por Marcelo Colussi

La universidad de San Carlos de Guatemala lleva ya mes y medio viviendo una situación política desacostumbrada en estos últimos años. Tras la terriblemente violenta represión vivida en la década de los 80 del pasado siglo y, montada en ella, la posterior ola de capitalismo salvaje que barrió toda Latinoamérica con precarización de la fuerza de trabajo y privatizaciones por doquier, hoy día estamos desacostumbrados a medidas como la que se están viendo en la Carolingia. Tan desacostumbrados, que hasta puede sorprendernos, no faltando también quien reaccione escandalizado.

Por todo ello, la medida de fuerza que mantiene en estos momentos el grupo de Estudiantes por la Autonomía –EPA– merece ser analizada –y ¿por qué no?, acompañada– desde la memoria histórica, desde el conocimiento de esos oscuros años de la vida nacional. 200,000 muertos y 45,000 desaparecidos (muchos de ellos justamente sancarlistas) no pasaron sin dejar marcas. La desmovilización que se vive actualmente –no sólo en el país, claro está: el fenómeno es mundial– tiene raíces muy concretas. La ideología neoliberal que ha venido a invadir todos los espacios, también el de la educación superior, se articula con esa desmovilización fabulosa, con esa falta de gimnasia política y, en definitiva, con los planes rectores que el capitalismo global viene implementando estos últimos años.

La medida de EPA significa una bocanada de aire fresco en términos políticos. Una vez más, como sucede casi siempre en el campo de la reacción social ante injusticias, son los sectores juveniles los que aportan su energía para impulsar transformaciones convirtiéndose en disparadores, en la levadura imprescindible que puede generar procesos más amplios. Por ello, una vez más son jóvenes los que se ponen al frente de una lucha que debe entenderse como un punto de trascendencia en la historia nacional, aunque la sorpresa actual aún no nos permita verlo así.

Por supuesto que los sectores conservadores de derecha (derecha política y mediática, enquistada en la dirección de la universidad entre otros espacios) reaccionaron como no podía ser de otra manera: criminalizando la protesta. Si no se procedió a un desalojo violento, al menos hasta ahora, es porque el costo político de tal medida sería muy alto en principio, y nadie quiere asumirlo. Pero desde ya no faltan deseos de hacerlo. Es más: no está descartado que ello vaya a suceder finalmente. Pero así sucediera, lo que el movimiento EPA ha puesto sobre la mesa no admite discusión: se trata de una defensa irrestricta de la universidad pública en el medio de una ola privatista que desde hace varios años nos tiene aturdidos.

La crisis actual que vive la universidad de San Carlos por supuesto que no tiene que ver con la medida de hecho que tomó este grupo de estudiantes. La medida, en definitiva, es expresión de protesta contra una política que se viene implementando hace ya largos años, desde la década de los 80 del siglo pasado, y que tiene como único objetivo minar los mecanismos de Estado para favorecer a la iniciativa privada. Ése es, dicho de una vez y claramente, el núcleo del problema en juego hoy en la crisis planteada en la universidad, y no el reparto de vocalías. Esto último, en todo caso, es consecuencia de esa política neoliberal privatista, que en su misión de destrucción de todo emprendimiento público intentar arrasar también con la participación estudiantil en el cogobierno universitario. Pero las razones de fondo estriban en la defensa de la universidad pública para seguir manteniéndola en su función histórica de centro de educación superior orientado a solucionar los grandes problemas nacionales, a través de la formación del recurso humano necesario y por medio de su incidencia político-institucional como academia, como institución que atesora el saber que se debe poner al servicio del colectivo nacional.

Objetivamente considerado, es un dislate que en un país con alrededor del 25% de su población analfabeta y donde no más del 1,5% tiene acceso a la educación superior, exista una oferta de 11 universidades privadas. Ello no habla en absoluto del mejoramiento académico de la sociedad sino, por el contrario, de la más extendida comercialización de la vida a partir de la ideología ultra-capitalista que se vino imponiendo estos últimos años a partir de la caída del muro de Berlín (símbolo de la caída de sueños y esperanzas en un mundo de mayor justicia), donde la educación también pasó a ser una mercadería más. Once universidades privadas, examen de admisión en la San Carlos y régimen de repitencia que expulsa alumnos de la pública hacia esas ofertas privadas: ese es el meollo de la defensa que ahora levanta EPA. Es esa ideología de privatización descarada, que también va privatizando de hecho todo el accionar del alma mater, lo que ahora se pone en entredicho. Como el diálogo en torno a ello se agotó, se pasó a las medidas de hecho. Pero el problema sigue presente. La elección de representantes estudiantes (las cacareadas vocalías) es sólo una expresión puntual de ese problema de fondo.

Esa “ideología de privatización” reinante, presente en la venta concreta de ciertos servicios –parqueos, mantenimiento, seguridad, los post grados– y en la quiebra del Plan de Prestaciones de sus trabajadores, puede encontrarse a la base del olvido cada vez más marcado de la misión institucional de la universidad pública, fijada incluso constitucionalmente, como es el involucrarse realmente en la solución de los problemas nacionales. Esa privatización ideológica es la que lleva a descuidar el compromiso con la agenda nacional, para centrarse en la preparación de profesionales en búsqueda de salidas individuales, desligados de todo compromiso social. Ese clima académico-político, en definitiva, es el que permite la penetración de intereses sectoriales mezquinos (politiqueros, individuales, económicos y ¿por qué no?, criminales) dentro de la dinámica universitaria.

En ese marco de capitalismo salvaje y privatización ultra liberal, se va buscando la eliminación de la responsabilidad del Estado en brindar a la población la satisfacción de sus necesidades básicas, por lo que no se exige a las autoridades universitarias el cumplimiento de la asignación presupuestaria constitucional, llegándose así al ahogo actual.

En ese clima de catástrofe institucional, con un número creciente de profesores contratados en términos precarios –contratos a término sin prestaciones de ley, sin promoción de carrera docente– naturalmente el nivel académico baja y la corrupción campea. La aparición de conductas mafiosas en todo este mar revuelto no debe sorprender a nadie. No puede ser de otro modo; y así se llega a la venta de títulos, a favores políticos y cargos por compromisos, a una asociación de estudiantes plagada de no-estudiantes ligados a estructuras para-criminales. Todo conspira contra la calidad académica, pasándose así el mensaje oculto de “lo público es un desastre, lo privado es excelente” (y las 11 universidades privadas esperan con las puertas abiertas).

Es ante todo esto que surge el movimiento EPA. Si hay crisis, no es por estos jóvenes; ellos son, en todo caso, los primeros en levantar la voz ante esta situación cada día más decadente, más crítica. Si algo se le puede reconocer a EPA es, por lo pronto, su misión de intentar salvar la universidad pública.

Independientemente de cómo sigan ahora los acontecimientos, de si se llega efectivamente a un Congreso de Reforma Universitaria que de verdad sirva para incidir y cambiar algo–recordemos que los Acuerdos de Paz se firmaron, pero fueron quedando en el olvido lentamente…–, el significado de esta medida no es poca cosa. Sabido es que muchos, muchísimos estudiantes –y muchísimos catedráticos– no apoyan la medida; pero ello no habla sino del estado de desmovilización en que se encuentra toda la sociedad y no tanto del error de cálculo político de EPA. Una vez más: 245,000 víctimas no pasan en vano. Por eso mismo, justamente, la medida que levanta este grupo estudiantil tiene una importancia enorme: no se trata sólo de una cuestión interna de la universidad pública. Es eso, por supuesto; pero también es mucho más que eso.

La marcha que convocó el movimiento unas semanas atrás con presencia de alrededor de 5,000 personas que manifestaron por el Centro Histórico de la capital, es un hecho sin precedentes en años en la historia política del país. Más allá de la lectura –parcial, ingenua o interesada– que pueda hacerse en relación a que a estos jóvenes “los están usando”, concretamente el haber levantado la voz contra un proceso de privatización y empobrecimiento que vive el pueblo de Guatemala –¡uno más, después de tantos!– tiene un valor enorme. La importancia histórica de esta lucha va más allá de la universidad de San Carlos de Guatemala. Es una demostración que no todo está perdido, que la grama siempre reverdece, que se han cortado muchas flores, pero que la primavera no se pudo detener.

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